jueves, 7 de diciembre de 2017

¡Un buen polvo, eso necesitas!


Faltaban justo ocho minutos para cerrar (lo comprobó en su reloj al tiempo que resoplaba) cuando paró un coche junto al surtidor número dos. Gabriel interrumpió el recuento de monedas y billetes. El ruido metálico del cajón al cerrarse le hizo arrepentirse al momento de su arrebato, ahora perdería aún más tiempo reordenando la calderilla. Miró a través del cristal, tamborileando con los dedos. Aún no había bajado nadie del coche cuando Gabriel miró el reloj por tercera vez. Salió de detrás del mostrador y del establecimiento.
Por fin, una mujer bajaba del coche.
—¿Puedo ayudarte? —La pregunta no sonó con el tono amable que debiera. El desprecio que vio en la mirada de ella lo corroboró—. Perdona, ya iba a cerrar y…
—¿Y la cateta de turno me hace acabar tarde? —le espetó la joven.
—¡No! Yo sólo…
—¿Tú sólo qué? ¿Crees que una tía no es capaz de manejar una simple manguera?
Quiso responder, pero decidió que sería complicarlo todavía más. Dio media vuelta y se encaminó hacia la tienda.
—¡Machista de mierda!... ¡Todos los tíos sois iguales! —Oyó gritar a su espalda.
—Malfollada… ¡Un buen polvo, eso necesitas! —murmuró él.
Volvió tras el mostrador. Respiró hondo para bajar las pulsaciones. No pudo evitar una mirada de reojo hacia afuera. La vio sujetar el boquerel con una mano y teclear en el móvil con la otra. «Qué tengo que hacer con esta gilipollas», pensó. Se acercó al micrófono de la megafonía y apretó el botón.
—Por favor, está prohibido utilizar el teléfono en la zona de surtidores —anunció.
Vio cómo ella extendía el dedo corazón sin apartar el móvil de la oreja. Decidió no insistir: aquella mujer empezaba a hacer aspavientos mientras gritaba a su interlocutor; lloraba y se tiraba de los pelos. Estaba fuera de sí.
Gabriel la ignoró y se dedicó a recoger, con la esperanza de que terminara todo lo antes posible.
Varios minutos después de dejarse de oír la bomba del surtidor, se deslizaron las puertas automáticas. Unos pasos decididos se aproximaban. Se giró para cobrar, pero nadie esperaba tras el mostrador. La chica transitaba por la zona reservada a los empleados con gesto marcial.
—¡No tienes ni idea de lo que es un buen polvo! —bramó mientras embestía a Gabriel. Le empotró contra un armario colgado de la pared, le estrujó el paquete con la mano izquierda y con la derecha le sujetó la barbilla. Se lanzó a su boca y succionó con fuerza. A Gabriel, sorprendido, eso le dolió.
—¿Qué haces, estás loca? —gritó quitándosela de encima de un empujón. Ella cayó de bruces y se golpeó en los morros.
—¿Ahora te acojonas? Si no soy más que una malfollada —dijo incorporándose—. A ver, ¿Cómo es ese revolcón que necesito? —Volvía a acercarse, relamiéndose la sangre que le brotaba del labio.
Fingió resistirse cuando ella le volvió a acometer, la excitación ganaba terreno a la voluntad. Dejó que la cálida humedad de la lengua de ella recorriera su cuello, atravesara el torso que unas manos ágiles habían desnudado, jugara con su miembro, liberado ya de la opresión de los pantalones.
Gabriel se retorció de placer mientras la boca de ella se recreaba en su pene, pero cuando lo recorrió desde el glande a los testículos y se ensañó en ellos dejando los dientes marcados, con un acto reflejo, de un rodillazo truncó la felación.
Para su asombro, la mujer respondió a carcajadas pese a la incipiente hinchazón bajo el ojo.
—¿Vas a follarme de verdad, o qué? —le retó.
No pudo más, la cogió por los hombros, la giró y la aplastó sobre el mostrador. Le arrancó los pantalones y las bragas y la penetró desde atrás. Los productos bailaban, chocaban entre sí y caían sobre la repisa al ritmo de los embates. Ella gemía y arqueaba la espalda. La agarró de los pelos y golpeó con la pelvis las nalgas de ella una y otra vez.
El chirriar de las puertas automáticas le paralizó. Notó como ella se escurría hacia el suelo mientras era hipnotizado por las luces azules del coche patrulla. Bajó la mirada y descubrió una sonrisa perversa en el rostro de ella.
—Han tardado menos de lo que esperaba —le susurró. Después empezó a implorar socorro en un tono cándido de voz como no había utilizado hasta ese momento.
Gabriel se derrumbó.
Mientras le esposaban entendió todo. La recordó chillando y llorando al teléfono mientras llenaba el depósito.

domingo, 15 de octubre de 2017

Siri Evolution

Nuevo reto para el taller de Literautas!!!

Reto:  empezar con la frase Era más que un simple robot.

Opcional: que el relato cuente una historia de amor.

 Extensión: 750 palabras.

https://www.literautas.com/es/blog/post-15580/taller-de-escritura-no46-montame-una-escena-el-robot/


Era más que un simple robot, era quien le había roto la vida y quien estaba intentando zurcirla.
El Androide Siri Evolution se convirtió en indispensable para Rick. Le despertaba, cocinaba, planchaba, limpiaba, le organizaba la agenda… Pero también fue la causa de la ruptura con su ex. Aún recordaba con claridad la maldita discusión:
―Te he preguntado a ti —dijo ella—. Al robot le puedo preguntar yo, no necesito intermediario.
—Va, que no es para tanto, no te pongas así.
—¿Qué no es para tanto? —dijo alzando la voz—. Esa máquina te ha lavado el cerebro. Ya no sabes pensar por ti mismo.
—¿Y tú?, ¿No te organiza la agenda cuando te da la gana? ¿Y no te hace la lista de la compra cuando se lo pides?
—Sí, no digo que no sea útil, pero lo tuyo es enfermizo. ¡Eres un adicto! ¡Estás enganchado al puto robot!
―Por favor, no hables así delante de Siri, tiene un programa de aprendizaje.
—¿Cómo? Esto ya es lo último. Ahí os quedáis tú y tu maquinita. ¡Enséñale el Kamasutra!
Rick estuvo una semana sin levantar cabeza, pero el androide logró sacarle del pozo. Al principio le hizo centrarse en el trabajo y en otras actividades (le llenó la agenda de reuniones, cursos y sesiones de gimnasio). Y cuando vio que estaba algo mejor, le pidió permiso y le registró en las redes sociales de citas más populares. Hoy acudía a una por primera vez.
Siri se ocupaba de todo desde las seis de la mañana hasta las diez de la noche, cuando se despedía diciendo:
―Son las veintidós, Siri se autodesconecta ocho horas. Buenas noches, Rick.
Se iba a la base de carga a descansar sus horas de rigor y se apagaba. Rick no estaba seguro de si necesitaba estar ocho horas cargándose o era una manera que habían usado los creadores para humanizar más al robot.
Si Rick no se encontraba en casa, le enviaba el mensaje: “22:00 Siri se autodesconecta 8h. Buenas noches”.
Casi podría jurar que razonaba, que tomaba decisiones por voluntad propia, que no eran los algoritmos preprogramados en su memoria los que le habían convencido, ayudados por esa voz dulce, a aceptar una cita a ciegas. «A ciegas para mí, Siri debe de haber estudiado el perfil de la candidata a conciencia», pensó. Y se dio cuenta de hasta qué punto había confiado su vida a una máquina.
Aún no se explicaba cómo se había dejado convencer. Sentía que todavía no estaba preparado, pero allí estaba, caminando por una calle peatonal bañada por una luz tenue camino de un restaurante cuando notó la vibración en el bolsillo. Miró la hora, veintiuna y cincuenta y dos, no era Siri dándole las buenas noches, aunque ¿Quién más podía ser? Conectó el holograma del brazalete inteligente y leyó: “Estás a 500 metros, la siguiente esquina a la derecha. Tu cita ya espera”.
¡Cómo no!, Siri le controlaba por geolocalización, otra de las cosas que había odiado su ex. Rick no le había dado importancia hasta ahora. Si quería empezar otra relación, o intentarlo al menos, tenía que considerar el limitar sus capacidades o deshacerse del androide. Pero lo decidiría en otro momento, ahora quería centrarse en la cita.
Miró la hora en el brazalete, veintiuna y cincuenta y nueve. Suspiró. Era puntual, no quería dar otra impresión de entrada. Empujo la puerta y entró al restaurante.
—Buenas noches, ¿tiene usted mesa reservada? —preguntó un camarero.
—Mmmm… sí —contestó tras dudar. Supuso que Siri lo tendría todo bien atado.
—¿Nombre?
Rick dijo su nombre y el camarero, tras comprobar la reserva, le acompañó hasta la mesa. El móvil volvió a vibrar. «Las buenas noches», pensó. Pero no pudo comprobarlo, el camarero le señalaba la mesa y su pulso se había disparado.
Allí estaba, tan guapa como siempre, pero con un aura especial. No veía sus ojos porque ella buscaba en el bolso, pero percibía la felicidad que irradiaba.
El vértigo se apoderó de él. Esa felicidad se acabaría en cuanto le viera. Querría detener el tiempo y contemplarla así siempre.
Ella le miró y él no comprendió qué le decía esa mirada. No había furia. No había rechazo. El brillo y la ternura de sus ojos le estremeció. Ella apartó la mirada para posarla en el móvil que había sacado del bolso. Rick, sorprendido, creyendo entender lo que pasaba, consultó el suyo y vio el mensaje: “22:00 Siri se autodesconecta indefinidamente. ¡Sed muy felices!”.