martes, 16 de diciembre de 2014

Nadie ha muerto



Hoy, en esta isla, ha ocurrido un milagro. Nadie ha muerto, parece imposible pero sólo hay un par de heridos leves. Es de suponer que la hora de la explosión ha influido, a las siete de la mañana hay poca gente trabajando en los edificios de oficinas que constituyen esta isla. Los primeros vehículos de urgencias en aparecer han sido los de los bomberos, unos veinticinco minutos después de la explosión. La policía y las ambulancias han tardado aún diez minutos más.

Mario Cruz, de los últimos en llegar, miraba absorto desde cierta distancia preguntándose qué embrujo le había premiado con semejante atrocidad su primer día de inspector jefe en la comisaría local. Tan concentrado estaba en sus pensamientos que no escuchó acercarse a Gálvez, el más joven a su cargo, quizá por eso era uno de los pocos nombres que retenía de las presentaciones de la tarde anterior.

Jefe, el plano de la isla –el muchacho sostenía una carpeta con el brazo derecho estirado–, he marcado los edificios dañados y el lugar más probable del origen según el jefe de bomberos, dice que la zona ya es segura.

Gracias, Gálvez –cogió el legajo y se dirigió a paso ligero hacia la zona cero. Gálvez le seguía un paso por detrás. Cruz vio al subinspector discutiendo acaloradamente con un hombre.

¿A quien le grita...? –Cruz no recordaba el nombre.

¿El de la americana a cuadros? –Gálvez entrecerró los ojos– Ah, es Mendoza, el Jefe hasta la semana pasada, tiene prohibido acercarse a la comisaría a menos de doscientos metros y supongo que tampoco puede acercarse a una investigación, el subinspector García se lo estará recordando.

Conozco el caso –Cruz no dejó de mirar a Mendoza, aunque tampoco aminoró el paso. Observó como su predecesor parecía entrar en razón y se alejaba del cordón policial; como se detenía, consultaba la hora en su muñeca izquierda y volvía a alejarse, ahora a un ritmo más decidido.

Cruz recorrió el resto del trayecto recordando el informe del caso Mendoza: Lo denunciaron varios de sus subordinados. Los de asuntos internos encontraron indicios suficientes como para apartarlo del servicio durante la investigación.

Ya en el cráter que indicaba el epicentro de la explosión, el Inspector Jefe comprobó con sus propios ojos la magnitud de la destrucción. La detonación se había producido justo en el centro del cruce de las dos calles que separaban los cuatro edificios más altos de la isla, los más emblemáticos, los que contenían las oficinas de las empresas más importantes. Los cuatro edificios estaban perjudicados por igual, dos metros por dos de esquina de cada uno de ellos había desaparecido. La simetría le pareció espeluznante.

El cruce parecía estar en hora punta, funcionarios del cuerpo de bomberos y de la policía ocupaban cada metro cuadrado, inspeccionando cada rincón. La primera hipótesis del jefe de bomberos era que la explosión se había producido por la acumulación de gas, quizá por una fuga en los conductos subterráneos. Cruz no estaba muy convencido, la simetría de la destrucción no le parecía casual. Hizo saltar su mirada de edificio a edificio, parecía imposible, no veía diferencias sustanciales, hasta el mismo armario rojo de extintor colgado a un metro del suelo quedaba a la vista en los cuatro. «No es posible que ni siquiera uno haya caído con la deflagración».

¡JEFE! –Gritó mientras corría hacia el bombero de más rango– ¡inspeccionen los extintores de los edificios, pero no los abran hasta estar seguros del contenido de los armarios!

Un bombero de baja estatura pero corpulento fue el primero en dar la voz de alarma, otros tres lo confirmaron, había cuatro bombas más.

¡TODO EL MUNDO FUERA, EVACUEN LA ZONA! –Gritó mientras huía junto a Gálvez– Reúne a los hombres que puedas y buscad a Mendoza, creo que todo ha sido una trampa para acabar con toda la comisaría de un plumazo, si es así no se habrá alejado.

Al salir de la zona de peligro dejó hacer a sus hombres. Vio cómo rodeaban y detenían a un sorprendido Manuel Mendoza, la expresión de perplejidad de éste le hizo dudar. Le vino a la memoria, como un fogonazo, el principal acusador de Mendoza según el informe. La imagen de la discusión que había presenciado hacía poco le aclaró del todo. Corrió hacia García, era de los pocos que se había quedado fuera, controlando el cordón policial. Se abalanzó sobre él, le tiró al suelo. Le redujo y le cacheó. Ahí estaba, en un bolsillo de la chaqueta reglamentaria encontró el detonador.

Los de asuntos internos acabaron acusando a García de todos los cargos de los que él había acusado a Mendoza. El resto de agentes se había retractado un día antes del atentado. No supieron explicar como se había enterado de ello García. Por suerte Cruz pudo sentir en la contrariedad de la expresión de Mendoza durante su detención que éste era inocente.

domingo, 7 de diciembre de 2014

Recuperando rimas... Hay noches


Hay noches que sueño
que el mundo se nos hace más pequeño.

Hay noches que hay que madrugar
y me supera el sueño,
y otras no soy dueño
de mi cuerpo y no lo puedo conciliar.

Hay noches que te espero,
cuando llegas no me entero
y te encuentro al despertar.

Hay noches que pasan sin darme cuenta
y noches que pierdo la cuenta
de cuantas veces me despierto.

Hay noches que tiro la caña y no acierto
y noches de locura
que despierto agarrado a tu cintura
y estás comiéndome a besos.
Yo quiero más sueños de esos,
aunque los cuente con los dedos
son con los que me quedo.

domingo, 30 de noviembre de 2014

Escalofríos

 Publicado en el taller de Literautas "Móntame una Escena" nº20

A pesar de llevar los ojos vendados, fue fácil adivinar que dejábamos la carretera para adentrarnos en un pedregoso camino. Cada canto se incrustaba directamente en mis riñones. Las manos atadas no ayudaban a mitigar las sacudidas.

No podía estar seguro de donde estábamos, el olor a marihuana y las risas y bravuconadas de los otros tres exaltados ocupantes del vehículo me saturaban la cabeza y me nublaban de cualquier información del exterior. Antón, Víctor y Jorge, el arregla-todo, que me habían sacado de la oficina amordazado. Poco después me quitaron la mordaza con la condición que mantuviera silencio. Eran los raros de la empresa, la excepción en la camaradería que se respiraba en la oficina.

Una nueva curva a la derecha. El coche perdió velocidad y aparecieron dos puntos rojos suspendidos a tres palmos del suelo que traspasaron la venda de mis ojos.

¿Ese coche...? ¿no conocen el camino? –se sorprendió Víctor, a la derecha del conductor, .

¡Claro que lo conocen, vinieron conmigo a prepararlo todo! –respondió Antón mientras detenía el coche.

Voy a ver que pasa –Jorge abrió la puerta trasera izquierda. Los demás callamos. Expectantes, ellos. Agudizando el oído, yo. Es curioso lo que puede llegar a mejorar la atención auditiva humana cuando llevas tiempo privado de la vista.

¡Quieto, cierra esa puerta! –el grito escapó de mis pulmones rasgando tráquea y cuerdas vocales, ni pensé en que tenía prohibido hablar. Un silencio casi absoluto penetró al abrirse la puerta, a excepción de un gruñido casi inaudible, un susurro que, como la corriente de un relámpago, me recorrió la espalda bajando desde la nuca, y los brazos hasta la punta de los dedos.

Lo siguió un silbido que acuchilló el silencio y me taladró los oídos hasta clavarse en el núcleo de la cabeza. Y otro zumbido, ahora más grave, como el que hace un trapo viejo al rasgarse, breve pero intenso. Noté como Jorge entraba de nuevo en el coche. Se sentó bruscamente y se dejó caer hacia atrás. Su espalda me aplastó la cara contra la ventanilla trasera izquierda. Me salpicó un líquido denso y caliente. A Jorge lo zarandeaban unas extrañas convulsiones que me martilleaban contra la puerta. El fluido caliente y de olor dulzón resbalaba ya por mi pecho. Tenía que esforzarme por controlar las nauseas. Intenté quitarme al arregla-todo de encima. Imposible. No podía mover las piernas para catapultarlo lejos de mi. Las manos, atadas e inutilizadas entre su espalda y la mía tampoco me eran de ayuda.

Me estremeció el calor de un aliento nauseabundo y un sobrecogedor ronroneo acechando tras el cuerpo de Jorge.

¡Dios, le ha arrancado la cabeza! —Antón, histérico, abrió su puerta y corrió como no habría hecho en su vida. Tras él desapareció el aterrador gruñido. Instantes después un grito, mitad aullido mitad quejido, hendió mis oídos.

¡Víctor, ayúdame! ¡Víctor, tienes que desatarme las manos! –no obtuve respuesta del copiloto.

Forcejeé. Nada,. Iba a escapar antes el corazón de mi pecho. Estiré las manos hasta ponerlas bajo Jorge. Noté algo, debía ser su inseparable navaja suiza. Rebusqué con los dedos hasta pescarla. Casi me saco el hombro de sitio, pero conseguí desatarme y recuperar la visión.

Sangre. El rojo predominaba en todo el habitáculo, pero no me detuve a pensar. Desterré al amasijo aparcado a mi lado y salté al volante. El coche seguía en marcha. Víctor, inerte y mirando al infinito. Aceleré y rebasé al todoterreno que obstruía el camino, se contaban hasta cinco cuerpos a su alrededor.

Una vieja mansión se alzaba a unos cien metros. Paré, miré alrededor. Nada. «Demasiada tranquilidad» pensé. Di unos pasos hacia la casa. La sombra que nacía en mis pies ya tocaba la fachada del edificio. A mitad de camino aparecieron más sombras, advertí pasos amortiguados a mi espalda. Corrí. También aceleraron. A pocos metros de la entrada se iluminó todo. Se abrió la puerta y salieron dos gatas mientras una sensual melodía se apoderaba del sigilo nocturno. Se desnudaban al ritmo de la música. Me giré desconcertado. Allí estaban todos los de la oficina, disfrazados, riendose a carcajadas. «¡Hijos de puta!» no pude reprimir pensarlo. Me abrazaban, mi ritmo cardiaco se iba normalizando. Todo había sido una broma por mi próximo enlace.

Ya calmado, observando como todos se divertían, empecé a buscar entre ellos. Un escalofrío me recorrió el cuerpo al no encontrar a mis “secuestradores”. Dirigí la mirada hacia el coche. Un cuerpo seguía anclado al asiento del copiloto.