jueves, 26 de noviembre de 2015

El lápiz mágico

Marco miraba a su madre desde la puerta de la habitación. Temía interrumpir un sueño que, sin ser apacible, parecía reconfortante. En los seis días que su madre llevaba en cama, sobrevivió con lo poco que había encontrado por la cocina. El último trozo de pan tuvo que ablandarlo en leche. Y ya no quedaba nada. Y tenía hambre. Decidió no despertar a su madre. Comprobó que tenía el lápiz en el bolsillo, cogió las dos monedas que quedaban en el pequeño cofre de los ahorros y salió a buscar comida.

Tenía siete años y era la primera vez que salía solo de casa. De pronto se vio inmerso en un bosque de piernas, rebotando de muslo a muslo. Apretó el puño donde guardaba las monedas. Tropezaba con quien venía de frente y era arrollado por quien le seguía. El camino hasta el establecimiento se hacía eterno. Estaba harto de hacer ese trayecto con su madre, sabía que lo encontraría en esa dirección, pasado el callejón, así que siguió adelante esquivando extremidades bajo un cielo de papadas, pero en cada choque quedaba desorientado.

―¡Eh, chaval! ―La voz salió del callejón―. ¡Ven aquí!

Estaba a punto de llorar. La angustia le presionaba el pecho de tal manera que le faltaba el aire. Miró hacia la voz. Por miedo, nunca se había atrevido a mirar el interior del callejón. No le pareció tan terrorífico como lo había imaginado. Y estaba libre de tránsito peatonal, un oasis en el mar de extremidades donde naufragaba. Pero la voz tenía su origen en un barbudo desaliñado de mirada amenazadora. Marco sintió un escalofrío recorrer su espalda. Atemorizado, quiso salir corriendo, pero un golpe de cadera le hizo caer hacia el interior del callejón. Rodó unos metros y se golpeó codos y rodillas contra el suelo. Al levantar la vista tenía al hombre de pie junto a él.

―¿Qué guardas en esa mano, mocoso? ―preguntó el mendigo.

―Dos monedas ―contestó tembloroso y con las lágrimas resbalando por sus mejillas―, las últimas que nos quedan, mi madre está enferma y tengo hambre.

―Yo también tengo hambre. Dame esas monedas si quieres volver con tu madre. Tu padre ya se encargará de darte de comer.

―No tengo padre ―sollozó Marco llevándose instintivamente la mano al bolsillo.

―¡Qué tienes ahí! ―gritó el hombre.

―Nada... ―Marco reculó arrastrando el trasero, empujándose con los talones, protegiendo el bolsillo con su cuerpo―. Sólo es un lápiz. Es lo único que tengo de mi padre. Por favor, no me lo quite.

El mendigo se acercó despacio.

―Quiero verlo. Si de verdad es un lápiz, te lo podrás quedar. ―El tono de estas palabras convenció a Marco. Mostró el lápiz, aunque con precaución―. ¿De dónde lo has sacado?

―De mi madre. La escuché llorar. Ella creía que yo dormía, pero estaba despierto. Me levanté y la vi hablar con el lápiz como si hablara con mi padre, algo de una promesa. Entendí que él le dijo que era mágico y que haría que estuvieran juntos para siempre. Le gritó que la había engañado y lo tiró a la basura.

El hombre se acuclilló para verlo mejor. Marco aguantó la respiración. Tenía la cara del viejo a dos palmos, y parecía que se ahogaba. De pronto, le invadió un ataque de tos. Marco aprovechó para escapar. Sintió un golpe en el brazo, el hombre intentaba detenerlo. Se le cayeron las monedas, pero no se detuvo, corrió hasta su casa sin mirar atrás.

Su madre seguía durmiendo. Fue a su cuarto y se ovilló en un rincón. Sacó el lápiz. «Sé que eres mágico y harás que estemos juntos». Cogió un papel y empezó a dibujar su sueño, donde su madre no estaba enferma y su padre vivía con ellos. Dibujó hasta quedar dormido.

Cuando despertó, sonaba el timbre. Tuvo la sensación de que llevaba sonando bastante tiempo. Al salir de su habitación, vio a su madre dirigirse a la puerta. Parecía encontrarse bien. Ella abrió y se encontró con un hombre alto, cargado con un cesto de comida.

―¿Tú? ¿Pero… cómo has llegado hasta aquí después de tanto tiempo? ―preguntó su madre al hombre.

―Pues… mi padre… me llamó después de ocho años y...

―Yo te lo explicaré ―dijo el viejo barbudo apareciendo por detrás―. Ha sido gracias a vuestro hijo, mi nieto.

―¿Marco?

―Sí. Con vuestras monedas pude llamarle y decirle dónde estabais...

―¡No! ―interrumpió Marco―. Ha sido el lápiz. Y les mostró el dibujo que había hecho.